Vomitaríamos hasta la bilis con tal de echar el puto vacío
que ha colonizado nuestro estómago y no nos deja dormir. Y no se trata de miedo
a lo desconocido es, tal vez, la cara más triste de la verdad, la certeza de
saber exactamente lo que pasará mañana. Y pasado. Hablo de llegar tan alto como
siempre creímos que llegaríamos y poner la bandera en el punto exacto donde nos
señala el plano que hemos seguido a rajatabla desde que empezaron a creer en
nosotros. Dejadnos hacer se nos da tan mal que hemos optado por desechar todo
los ladrillos que nuestras manos no puedan alinear perfectos. Todas las dudas y
los posibles a la puta basura, no vaya a ser que no sean, que nos desvíen del
camino. Y que nos guste. Consiste en que se nos vea seguros de lo que hacemos sin
estar muy seguros de por qué lo hacemos, en amar solamente lo que podemos
tener, en volar todo lo alto que el techo nos permita. Vamos a colocarnos el
nudo de la garganta a modo de corbata. Que se nos encuentre guapos, joder, y no
se note que nos falta el aire. Y no, estoy segura de que no tenemos miedo al
fracaso porque, a pesar de todo, ni siquiera nos sentimos ganadores. Tenemos
más miedo de que un desconocido nos sonría en medio de una tormenta, o nos sujete
el pelo mientras la echamos patéticamente en algún bar, o de que escuche todas
las tonterías que somos capaces de decir cuando no queremos irnos a dormir
porque preferimos soñar, o de que nos agarre la mano cuando nos tiramos al hoyo
con ladrillos a los lados perfectamente alineados que hemos construido. Tenemos
miedo porque no es lo normal, porque nos preparan para todo, menos para ser
felices.
No sé si me entendéis. No sé muy bien si me entiendo. La
humanidad es un asco, estoy casi segura.