Revoloteaban mariposas a la orilla de una playa sin mar,
entonces no nos dábamos cuenta, porque seguía siendo la playa más hermosa que
habíamos tenido el privilegio de sentir.
Al vernos desprovistos de temores quemamos nuestra ropa y
los viejos recuerdos. Los consejos de la gente y algunas lagrimillas inocentes
que aun no contenían pena ni dolor
los enterramos en una cajita a la orilla de ningún río y se
los llevo la corriente.
Entonces yo sólo me bañaba en tus ojos y tu en mi saliva y
en algún otro líquido más espeso.
Jugamos a construir puentes de emociones, a derrumbar a palazos
los miedos. Reíamos con el sonido del árbol que cae porque teníamos la
capacidad de hacer crecer un bosque entero. El tiempo se nos consumía en las
manos con menos de dos caladas y siempre era demasiado tarde para sentar la
cabeza, ya mañana.
Ya desnuda, te rogué que no me quitaras el disfraz de mí.
Tú, con una sonrisa, seguiste bajando cremalleras invisibles pero no menos
reales. Te pedí que no siguieras pero, afanado en tu tarea, seguiste
desabrochando los botones de mi alma. Tan kamicace como siempre, quisiste
cargar con mis miedos a medias y mis medias acababan siempre en algún rincón de
la habitación. Recogiste cada sonrisa como si de diamantes se tratarán y
construimos sobre ellas un oasis a base de semen y sudor del que nunca,
pensábamos, tendríamos que beber. Decidiste, con cierta ignorancia, que mis
temores serían tu lucha y los demonios que me atemorizaban los mismos que los
de tus pesadillas. Entonces, inconscientemente, sentí miedo.
Recuerdo que preguntabas, por qué llevaba disfraz con una
cara tan bonita y había olvidado por completo la respuesta. Ahora, nada
orgullosa, por fin me acuerdo.